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Salmanticensis 47 (2000) 273-300
EDITH STEiN Y ROMAN INGARDEN HISTORIA DE UNA AMISTAD
Por regla general, Ia vida humana discurre a través de una variada red de relaciones. Un dato tan simple como éste estaría probando que el hombre no sólo se relaciona, sino que necesita relacionarse para llegar a ser verdaderamente hombre. En abstracto, podemos imaginarnos un hombre encerrado en sí mismo y sin relación alguna con los demás; en Ia realidad, esto es un contrasentido, ya que, por naturaleza, el hombre es un ser abierto y comunicativo. Esto significa que el hombre se hace hombre relacionándose y comunicándose con los demás. Por extraño que parezca, para ser de verdad él mismo el hombre ha de salir de sí mismo en un proceso continuo de trascendimiento. El Concilio Vaticano II nos ha recordado que, en cuanto ser social, el hombre precisa de los demás para su desarrollo (cf. GS 12 y 25). El hombre, en efecto, es el ser que se comprende a sí mismo mirando a los demás, como ha puesto de relieve Ia filosofía personalista. Frente a diferentes explicaciones monadológicas que insistían de forma unilateral en una concepción individualista y autosuficiente del ser humano, dicha filosofía sostiene que es imposible entender bien qué es el hombre si se prescinde de los demás. Para Mounier, Buber y Ebner, entre otros, el encuentro interpersonal es de tanta importancia que sólo en Ia medida en que se produce llegamos a conocernos a nosotros mismos. El encuentro con el otro ilumina zonas de nuestra existencia que de otra forma permanecerían siempre oscuras. En una fenomenología del encuentro interpersonal hay que distinguir, lógicamente, distintos niveles. No toda relación humana merece ser calificada de encuentro interpersonal, como no todo encuentro genera reacciones idénticas. Hay encuentros que apenas si dejan rastro alguno en las personas; son encuentros super-
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