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Tibulo y el problema de Ia paz
El año 19 a,C. fue aciago y luctuoso para las letras latinas. La muerte arrebató, aunque antes en vida Io tenía hecho de otra suerte Ia fama en su carro de oro, a Virgilio y Tibulo. Al primero, «padre principal de Occidente», Io hemos recordado en España, si bien tardíamente, el pasado año 1981 que señalaba su glorioso bimilenario, mientras los homenajes a Tibulo han sido parcos y en exceso raros. TaI fortuna ha sido al parecer injusta, como fue su temprana muerte, que así escribió de ésta Domicio Marso en el célebre psicograma funerario: Te quoque Vergilio comitem non aequa, Tibulle, mors iuvenem campos misit ad Elysios, ne foret, aut elegis molles qui fleret amores aut caneret forti regia bella pede. Injusta muerte, que detuvo a Tibulo en el año 35 de su vida —iuvenem—, pletòrico ya de intelectual cosecha, con una breve obra, pero tensa de poética ternura, como hasta aquella hora no fuera percibida en Roma. Con derecho Ie ponía Ovidio en el canon de los poetas inmortales en Amores 1, 15 (donec erunt ignes arcusque Cupidinis arma, / discentur numeri, culte Tibulle, tui 26-27); y sobre todo Ie lloraba en Ia elegía que Ie inspiró su misma muerte, ante Ia cual Ia propia Venus —dice Ovidio— tan turbada se vio como al perder a su mítico Adonis, destrozado por Ia dentellada de fiero jabalí (Amores 3, 9, 15-16). El elogio de Ovidio, cuarto en Ia generación de los elegiacos y tan afín a Tibulo (Cf. Trist. 4, 10, 53-54), continuaba aquel otro más crítico y, por ello más estimable, de Horacio en su Carta 4 del Libro I de Epístolas y en Ia Oda 1, 33, donde se contrasta su teoría
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