|
LEIBNIZ Y LA INNECESARIEDAD MUNDANAL DE DIOS
I
En uno de los libros de teología más sugestivos del último deoenio l, se da como una de las características de Ia nueva época en que vivimos —que se nos viene arrastrando desde Copérnico— Ia nota antropológica de que el hombre puede ser humano sin Dios: el hombre se siente desde sí mismo, sin necesidad de recurrir a Dios como criterio de su propia realidad, es decir, Dios ya no es mundanalmente necesario. El hombre —dice Jüngel— vive mundanalmente y tendría que vivir mundanalmente como si no hubiese Dios, ya que el mundo contaría con Ia validez de sus leyes fundamentales aunque no hubiese Dios. Habría que descartar a Dios como 'hipótesis de trabajo' moral, política y científica. El hombre en su mundo puede ser humano sin Dios, «puede hablar, oír, pensar, obrar, sin hablar de Dios, sin percibir a Dios, sin pensar en él, sin trabajar para él» 2 , y puede hacerlo con entera responsabilidad y corrección. Cierto es que aquí sólo se dice 'puede', y cierto es también que de ahí se pasa con extrema facilidad a decir que 'es necesario' que asi sea: ¿no hay que 'querer' Io que se 'puede'? Todo esto hay que tomarlo teológicamente muy en serio, sin olvidar que estamos ante una opinión que tiene su origen y fuente en Ia propia teología. Para Jüngel, afirmar Ia innecesariedad mundanal de Dios no lleva al qué más da del sea como quiera, sino a defender Ia tesis que -Dios es más que necesario» 3, no porque su estancia en Ia mansión de Ia necesidad sea más alta, sino porque 'Dios es necesario' es cosa mezquina para todos. Y aquí nos enredamos con Leibniz, pues —el lector Io tiene visto ya— el lugar fundamental del hablar de Dios es allí en «donde ser o no-ser es Ia cuestión» 4, aunque —hay que notarlo al pun1 Eberhard Jüngel, Dios como misterio del mundo (Sígueme, Salamanca 1984). La traducción, legible casi siempre con gusto, incurre a veces en una manla, Ia de no verter 'para hispanoparlantes' Io que el original dice 'para germanoparlantes'. Las dificultades del libro son ya grandes para que, por desgraciada añadidura, tengamos que leer una y otra vez «seyente» en los sitios mas inverosímiles. Por ejemplo, sepa e! lector que Parménides no dijo aquella manida frase que él sabe —tan sin interés, se diría—, sino ésta: «lo seyente es y Io no-seyente no es» (p. 53). A un seyente se Ie respeta, pero cuando llega el que hace el número setenta veces siete el lector se siente abrumado por tanta seyendez. 2 Ibid., p. 40. 3 Ibid., p. 44.
4 Ibid., SS.
|