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TRADICION Y MODERNIDAD EN «EL CRITICÓN» DE GRAC^N Asícomo unJano bifrons, Ia época barroca parece mirar en dos sentidos, si no opuestos, al menos bastante divergentes: de un lado, hacia Ia tradición greco-latina, medieval y renacentista de Ia ardiente piedad judeo-cristiana, con una confiada espera del más-allá; de otro lado, hacia un ansia creciente de este bajo mundo, en todos sus aspectos, y una primacía del antropocentrismo y de Ia acción temporal. En pocas palabras, el pasado y Ia modernidad parecen coexistir dentro del alma barroca. Según Ia justa opinión de Jorge Ayala ['Reflejo y reflexión. B. Gracián, un pensador universal' en Cuadernos salmantinos de filosofía VI (1979), 318], «durante el siglo XVH se produce un nuevo cambio de óptica: se renuncia al conocimiento esencial de las cosas, para aplicarse sólo al conocimiento del orden regular de los fenómenos de las cosas, con vistas a dominarlas». El caso más impresionante de esta ambigüedad es el de Gracián, sobre todo en su obra maestra, El Criticón, ese libro extraordinario cuya fama es casi tan grande como Ia del Quijote, y que ha sido estudiado por innumerables eruditos, desde Coster y Romera-Navarro, por ejemplo, a Rouveyre, Bouillier, Battlori, Correa Calderón, Pelegrín, Michèle Gendreau-Massaloux, J. A. Maravall, Cl. Rosset, F. Gambín, Armisén, etc..., sin hablar de Schopenhauer y Nietzsche. Querría aquí, en esos sencillos margina/fa, señalar algunos aspectos de Ia ambivalencia que entraña Ia obra inmortal del pensador aragonés, fuente inagotable de moralistas ulteriores como La Rochefoucauld, La Bruyère, Madame de Sablé, Saint-Simon, Ie Chevalier de Méré, Chamfort, etc... Analicemos, en primer lugar, en el Criticón, la herencia católica romana de más de dieciséis siglos. A pesar de Ia independencia mental de Gracián en su existencia tan compleja y a despecho de las sospechas de que fue objeto por parte de sus superiores y cofrades de Ia Compañía de Jesús, es indudable (pese a Clément Rosset y otros comentadores) su fe auténtica, atestiguada inter alia, por una gran espiritualidad en el Comulgatorio y por Ia rectitud de sus costumbres eclesiásticas. Por cierto, algunas facetas de sus diversas obras son un poco equívocas y conceden al juego, sea al diletantismo, bastante indulgencia; pero todo agnosticismo y menos aún todo nihilismo Ie son completamente ajenos. Más aún, su visión muy sombría de Ia existencia humana se queda dentro de Ia línea de todos los teólogos; cada
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