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En los Balcanes, desde el comienzo de su historia, las relaciones entre su población nunca han sido fáciles. Las causas, principalmente, han sido la gran diversidad de etnias, especialmente de carácter religioso, que han convivido en este territorio. Pero la principal causa ha sido la utilización de esta circunstancia por parte de las potencias exteriores que vieron desde siempre una gran oportunidad en este lugar para la consecución de sus propios objetivos, según cada momento de la historia. Desde Bizancio y el Imperio Romano, que acrecentaron sus diferencias a través de la religión para sumar a sus patrimonio geopolítico un mayor número de pueblos, ciudades y adeptos, hasta la comunidad internacional actual, que tiene en los Balcanes una excusa en la recámara para utilizar en el momento necesario, pasando por las potencias de principios del siglo pasado, que ya lo usaron sin piedad para poner en marcha la I Guerra Mundial, este territorio, especialmente Bosnia i Herzegovina, ha sufrido en primera persona el concepto de egoísmo despiadado, de manos de unos y otros. Esto solo ha conseguido que, en pleno siglo XXI, bosnios, serbios, croatas, macedonios, eslovenos y montenegrinos continúen si resolver una situación heredada, y ya enquistada, viviendo periodos de gran tensión, como la Guerra de Bosnia de 1992, con
una falsa calma que no deja ver de forma clara cuál puede ser el futuro de esta especie de puzzle, cuyas piezas continúan sin encajar. Periodistas, historiadores, antropólogos, políticos, militares y la población general tienen puntos de vista que intentan aclarar si la viabilidad de una Bosnia organizada puede traducirse en una convivencia realmente pacífica, y este territorio en un lugar en el que la violencia y las ansias nacionalistas no dirijan el día a día de los que aún continúan luchando por el desarrollo global, por el futuro de sus hijos y el descanso de tantos miles de personas que perdieron la vida por las expectativas de otros con los que no tenían nada que ver, al menos, de forma directa
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