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Epicuro y Lucrecio en Ia polémica de Tertuliano y Lactancio Epicuro había ensayado entre Ia Escila de Ia Mitología y Ia Caribdis de Ia Religión astral Ia única teología posible que salvara a las divinidades de las extravagancias de ambas. Tiempo después, san Agustín, a cuestas siempre con el drama irresuelto del dualismo que atormentaba su alma, incluso tras Ia conversión, confesará que en Ia época de su juventud estuvo a punto de conceder sus simpatías a Epicuro, pero desistió de ello porque el filósofo pagano descartaba Ia inmortalidad del alma. Con esto dejaba patentes dos cosas san Agustín: Ia primera, el difícil puente entre Cristianismo y Epicureismo; Ia segunda, Ia cierta fascinación que Ia elevada enseñanza del profeta, pese al tiempo transcurrido, producía aún en los espíritus inquietos por Ia verdad. Frente al miedo y pavor que las creencias extendidas acerca de los dioses procuraban a los hombres, Epicuro levantaba sus ojos al cielo para alzarnos con su victoria hasta los niveles de una religiosidad pura y apacible. La contemplación sosegada y no el temor debería ser el comportamiento de los humanos para con los dioses en su tranquila y serena paz. Pero Ia limitación antes expuesta y el 'aprovidencialismo' impedían que el raudal de luz que podía desprenderse del Epicureismo, fuera admitido sin más por los autores cristianos, empeñados en el ardor de su polémica. Esto en el plano general. En el particular, resultará interesante repasar Ia actitud de Tertuliano y de Lactancio ante Epicuro y su portavoz romano, Lucrecio, por cuanto aquéllos fueron los relevantes fautores de Ia teología del Dios airado, Io cual llevaba a un encontronazo frontal con el dogma de Ia 'ataraxia' divina, propugnado por los Epicúreos.
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