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«Disciplina» y su tradición en Ia vida monástica
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Las Instituciones que viven del espíritu, tienen vida de siglos. Son Ia prolongación del alma que les dio el ser, y cuanto más fieles a éste, y con más vigor y autenticidad Io mantienen, transmiten y enriquecen, frutos tanto más vivos y perennes dejan tras de sí. Suplen y remedian Ia brevedad temporal y Ia limitación de influencia y corrientes de su origen y cabeza creadora, si recogen Ia tradición de su alma y vida, como los ríos, que engrosan y transmiten a Io largo de países y siglos, las reducidas, pero puras aguas, de sus fuentes y manantiales. El monaquisino o instituciones monásticas, que echan sus raíces en el espíritu evangélico y en Ia tradición apostólica, reciben su configuración y espíritu propios de su idea e impulso generador, y a Ia pureza y savia de su fuente y raíz deben corresponder, si quieren tener vida y vigor. Cuando mezclan sus aguas con corrientes impuras, o se dejan alucinar y arrastrar por los signos de los tiempos y los aires del siglo, contagiando su esencia y funciones vitales, cortan el hilo de su vitalidad y pierden su fecundidad de frutos permanentes y eficaces. La educación de Ia Europa cristiana hasta Ia explosión del Protestantismo, fue el fruto más feliz y duradero de las instituciones monásticas medievales. El pensamiento y vida espiritual de los monjes se nutrió de tres ubérrimas venas: de Ia Sagrada Escritura, de Ia Tradición patrística y de Ia literatura clásica. Esta última ha sido Ia más estudiada. Por ello bien merecen las otras dos tanta o mayor atención. Y, aunque aquí no sea objeto de nuestro trabajo Ia corriente bíblica en Ia formación y cultura monástica, sí debe señalarse, que Ia lectio diuina, como llamaron durante Ia Edad Media los monjes a Ia lectura de Ia Sagrada Escritura a partir de San Jerónimo, era a Ia vez lectura, meditación y plegaria, una «oración meditativa», como dirá Guillermo de Saint Thierry. Los monjes y místicos medievales no leen y estudian el Sagrado texto para saber, sino
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