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LA GUERRA DE LA NATURALEZA Y LA NATURALEZA DE LA GUERRA
Digno y necesario es honrar a un pensador, so pretexto de que sus escritos siguen siendo leídos doscientos años después de su muerte, siempre que nos preguntemos por las razones de su vigencia, en vez de postrarnos ante el factum brutum de su duración. Ahora bien, sin ánimo de ser exhaustivo, hay al menos cinco maneras de leer un texto: la del enterrador, la del conjurador, la del carnicero, la del exorcista y la del hermeneuta crítico. Obviamente, y más tratándose de Kant, yo me decantaré por la última forma de lectura, no sin pasar antes brevemente revista a las otras posiciones. El lector “enterrador” es aquel que, dada su creencia en la altura de los tiempos en los que él ha tenido la suerte de vivir, asigna, como dice Adorno: “al muerto su sitio, con lo que de algún modo se cree con derecho a situarse por encima de él.”1 Esta fe hiperhegeliana en el paralelismo del tiempo y del saber, o sea: esta veneración por lo crono-lógico olvida el simple hecho de que el destino de todo texto consiste en ser interpretado, es decir, modificado a través de una lectura prejudicial e interesada que funde su horizonte de comprensión con el latente en la escritura. El “conjurador” procede en sentido inverso: desesperando de la catástrofe de los tiempos, conjura al espectro del filósofo para pedir de él remedio contra la enfermedad degenerativa de nuestras sociedades, aferrándose a la vez a las señales de seguridad y atemporalidad que emanan del texto escrito, siempre de cuerpo presente: señales de una razón universal, válida para todo tiempo y lugar, mas incomprensiblemente preterida y olvidada por la mezquindad del “ahora”. Sin exagerar, el propio Adorno parece bordear esta posición, cuando exige que sea nuestro propio tiempo el que se jus-
1 Th. W. Adorno, Drei Studien zu Hegel. Suhrkamp. Frankfurt/M. 1963, p. 9.
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