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FAM 10 (1995) 75-85
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ELENA SÁNCHEZ GARCÍA
Universidad de Salamanca
Es universalmente admitido que el hombre necesita del contacto de otros hombres para madurar y hacerse adulto. Es este un principio evidente puesto que el recién nacido, en soledad, quedaría sin la capacidad de supervivencia. Puede valorarse de diferente manera la cualidad del contacto adulto-niño, el cómo del mismo, la finalidad del proceso, pero nunca la existencia del mismo. En la necesidad mutua de adultos y niños se encuentra uno de los más importantes meollos de la existencia del hecho educativo. El adulto necesita del niño para perpetuarse en el mundo y, con ello, como reconocía Unamuno, trascender a su propia naturaleza cumpliendo de alguna manera sus ansias de inmortalidad; al tiempo, garantiza la supervivencia de unas conquistas culturales a las que lenta y trabajosamente ha accedido la humanidad. Paralelamente los miembros más pequeños de la comunidad necesitan del apoyo adulto para conquistar su propia madurez. Esta referencia inicial nos conduce a otros derroteros. Es claro que el hecho de educar es tan antiguo como el hombre. Educar es amar, cuidar, nutrir, guiar..., y todos los niños de cualquier época han necesitado de ello. Pero la educación debe conseguir, al mismo tiempo, que sea el propio sujeto el que acabe elaborando sus personales esquemas y pautas de conducta; que acceda a una responsabilidad unida al ejercicio de la libertad interior; que se inserte solidariamente en la sociedad y que, desde su trabajo diario, ayude al progreso de la propia sociedad. En definitiva que el protagonista y, por lo mismo, sujeto activo de su propia educación es el ser humano en cualquiera de los estadios evolutivos por los que atraviese. El adulto será el punto referencial próximo, el guía cercano y estable pero, sin
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