|
DiEct. XXIX, n. 94-95 (1994) 327-333
LA KOINONIA EN EL TESTIMONIO
Testimoniar juntos es consecuencia de estar juntos. Si desde los tiempos apostólicos una iglesia como Ia de Corinto, unida por Ia Tradición apostólica y Ia fracción del pan, ha dado un testimonio opuesto a causa de su división interna, las iglesias que están separadas desde el cisma del siglo V hasta Ia Reforma, difícilmente podrán manifestar al mundo Ia potencia de su amor y velan, por ello, el rostro del Señor. ¿Qué puede significar, entonces, más allá de una práctica común, una comunión en el testimonio? El amor es una realidad que transciende todo conocimiento y Io determina. En Ia primera Carta de San Juan, encontramos una correlación perfecta entre Ia comunión con Dios —manifestar Ia verdad, Ia comunión de unos con otros, y el conocimiento— y entre permanecer en Dios y Ia observancia del mandamiento nuevo y Ia victoria sobre el mundo. En efecto, el autor y el lugar del testimonio es el propio Espíritu Santo. Si juntos somos los portadores de ese testimonio manifestamos en comunidad Ia vida trinitaria. El Espíritu sella nuestra unión y hace de nosotros una única epifanía divina. Pero esto sólo es posible si los fieles, unidos por estrechos vínculos de amor, llegan a Ia plena expansión de Ia inteligencia que les permitirá comprender el misterio de Dios (CoI 2,2). Gracias a Ia participación en este misterio podemos contribuir a «hacer crecer el cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a estar unidos en Ia fe y el conocimiento del hijo de Dios. De este modo alcanzaremos Ia madurez y el desarrollo que corresponden a Ia estatura perfecta de Cristo» (Ef4,12-13, NIV). Este avance hacia el ser eclesial en sentido colectivo y de comunión se realiza en Ia visión del misterio de Ia Iglesia
327
|